La balacera en Gran Morelos, originada presuntamente por un pleito entre familiares, dejó más que un saldo de miedo: exhibió nuevamente el costo económico de la violencia en las comunidades rurales de Chihuahua. Aunque el hecho parece aislado, sus repercusiones en la confianza, la productividad y la vida económica son profundas.
En primer lugar, los comercios locales sufren una caída inmediata en ventas tras este tipo de sucesos. Clientes evitan salir por miedo, los negocios reducen horarios y la dinámica comercial se contrae. Esto impacta no solo en las familias dueñas de pequeños comercios, sino en toda la cadena de proveedores que depende de ellos.
El gobierno, por su parte, se ve obligado a redirigir recursos de inversión hacia operativos de seguridad, investigaciones y patrullajes adicionales. Esto significa que presupuestos que podrían destinarse a infraestructura, educación o apoyo productivo terminan absorbidos por la violencia.
En zonas agrícolas como Gran Morelos, la violencia acelera la migración de familias hacia ciudades más grandes, lo que se traduce en menos manos para la producción del campo. Tierras que podrían generar riqueza quedan abandonadas, reduciendo la competitividad del estado en sectores como granos, frutas y hortalizas.
A nivel reputacional, cada incidente de violencia refuerza la narrativa de inseguridad que circula a nivel nacional e internacional sobre Chihuahua. Para inversionistas, la percepción de riesgo se convierte en un factor determinante al decidir si apostar capital en la región. El costo de la violencia, entonces, no se mide solo en daños inmediatos, sino en empleos no creados y proyectos que nunca se concretan.
Desde Red República enfatizamos que cada balacera no es solo un hecho policial: es un retroceso económico que debilita el presente y limita el futuro de comunidades enteras.


